El último animal de fuego

El último animal de fuego, en su cueva solitaria y oscura, dormía soñando sin pensar pues, en su calidad de animal, sus cualidades cerebrales eran algo limitadas.  Soñaba con la última vez que hizo el amor y la última vez que vio una hembra todavía viva.  En su sueño el mundo era un abrazo monumental de fuego y de carbón, y su morada estaba pintada de un rojo que, mas que vivo, efervescía con una alegría teñida de chispas en el ambiente.  Había convencido a la hembra que éste era un nido digno de su descendencia.  La dejó instalarse en el lado más caliente del cráter que había sufrido tanto para poseer.  Había expulsado y rechazado a dragones de escamas con tantos bellos matices que ya no los recordaba.  Ella, la dragona, parecía estar en paz en el lugar que había escogido, sin embargo, él sabía que pronto comenzaría a violentarse al grado de echar bocanadas de llamas por cada uno de sus poros.  Era el proceso natural.  Pero él esperaría y la mantendría a raya.  Soportaría el contacto físico de su piel hecha brazas y la mantendría en su lugar con acurrucos y sutiles abrazos de sus alas.  Lo soportaría todo por amor.  El penetrar de los cuernos de ella en su cuello y la última llamarada a manera de explosión proviniendo de su boca dentro de la suya.  Y hasta entonces, estando ella exhausta y francamente aplacada, el podría con las pocas fuerzas que le quedaran finalizar el acto de amor.  Y, por un momento, por un mágico momento de éxtasis que no duraría más de un segundo y que no se volvería a repetir por años, ambos serían al mismo tiempo seres de sangre helada y yerma.  Seres solitarios haciéndose compañía en el momento de lo que para los dragones es una verdadera explosión.  Estar juntos y ser un solo ser por un instante eterno en el que el futuro sería perpetuado con las semillas de ambos.
Todo esto era todavía imaginación dentro del sueño del último animal de fuego.  Volvió de su ensoñación dentro de su irrealidad onírica y contempló nuevamente a su pareja poniéndose cómoda a sabiendas de que ésta era la paz antes del infernal cortejo por consumarse.  Miró a su dragona y la descubrió hermosa, justo en el momento en que, por el rabillo de su horizonte visible, vio cómo una parvada de hombres, a espaldas de ella, salían de la parte de atrás del cráter bajo la montaña con sus ansias maléficas de exterminio.  El animal de fuego, asustado ante la visión de lo que se aproximaba, echó a volar inmediatamente hacia su amada para protegerla ahora que estaba indefensa en la mira de las lanzas humanas, pero nunca llegó a su destino…
Despertó en la fría oscuridad de su cueva con las alas extendidas en camino de un abrazo que se cerró en el aire.  Angustiado y sobresaltado, no trató de explicarse lo que había pasado, pero continuó buscando a su dragona con la mirada, sabiendo que no la encontraría porque en este mísero reducto ninguna hembra posaría siquiera su mirada.  Siguió después sigilosamente atisbando en busca de hombres que amenazaran, pero no los encontró tampoco.  Al poco tiempo se rindió y clavó su mentón sobre el suelo húmedo y terregoso y -a pesar de que en su calidad de animal no tenía conciencia de haber soñado y recordado- sin saber qué era esa punzada que partía desde su corazón, lo invadió la tristeza, y dos lágrimas confusas humectaron sus ojos para evaporarse al tocar su piel escamada y olvidada de amor…
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Matices de la perfección

A: Este extraño hábito tuyo de idealizar a las personas mientras llevan a cabo las más mundanas actividades.
B: Escoger un libro no es necesariamente mundano.
A: Ya lo sé, pero acabas de decir que ella se ve perfecta conforme camina por los pasillos.  O sea, ¡ni siquiera la conoces! 

B: Estoy de acuerdo con eso.  Pero, es que ¡mírala!  Sí se ve perfecta.  La luz entrando por las ventanas combina perfectamente con las sombras y las partículas de polvo a su alrededor.  La manera en que su cabello cuelga, medio rizado, medio lacio, mientras inclina su cabeza para ver los libros en los estantes de más abajo.  La mirada tranquila y natural en sus ojos mientras lee los títulos.

A: ¡Ok!  Te concedo que estamos en un ángulo desde el cual todo se mezcla para crear un ambiente casi místico en derredor suyo.  Pero, bueno…  ¿Por qué mirar siquiera?

B: ¿Qué tiene de malo?

A: ¡Yo qué sé!  Pareciera que casi has concebido la visión de toda una vida con ella.  Como si prácticamente pudieras comenzar una relación con base en la perfección que tú, y sólo tú, has visto desde un lugar particular donde casualmente estabas tomando café ¡en la tienda de libros!

B: ¡Woow! ¡Yo nunca dije eso!  ¡Sólo dije que se veía perfecta!

A: Mi punto precisamente.  ¿Perfecta para qué?  ¿Para ti?

B: Bueno…

A: Entonces, ¿lo que estás diciendo es que sólo porque se ve de la manera en que se supone debe verse, debido al mero diseño de la librería, puedes prácticamente predecir cómo sería tu vida con ella?

B: Jamás me atrevería a predecir cualquier cosa.  Sólo dije cómo se ve en mis ojos.  Has sido tú quien se atrevió a ver más allá de lo que yo dije.  ¿Qué tan profundamente crees conocerme?

A: Pues, ahora pareces sentirte culpable por todo esto…

B: No me siento culpable.  Sólo me arrepiento ahora de haberlo compartido.

A:  ¿Y eso?

B: Parece que te molesta mucho.

A: Bueno.  Ahora eres tú quien intenta ver más allá de lo que digo.  «¿Qué tan bien crees conocerme?»

B: Tienes razón.  ¿Así es como normalmente platicas?

A: No.  Tengo que confesar que sí estaba molesta.

B: ¿Y ya no lo estás?

A: No después de escuchar que te arrepentías de compartir algo conmigo.  Lo siento mucho.  Es que vi tu mirada lejos de mí, y reaccioné así.  No me pude controlar.

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Todas las luchas

Hoy he decidido caminar hasta el multifamiliar caído en Taxqueña y Calzada de Tlalpan.  Pero la verdad es que lo hago por mí, más que por realmente salir a ayudar.  Perdóname, querida ciudad, pues no salgo en tu socorro, sino en el mío.  Después de dos días de cargar víveres y medicamentos en Santa María Atocpan, de ayudar a organizar el centro de acopio cerca del DIF en Eje 7, de llevar cientos de tortas a los rescatistas y brigadistas, de estibar cajas en carros, camionetas y vans, y de desembarcar más cajas en otro centro en Las Lomas, la verdad es que estoy cansado, y este cansancio seduce plenamente a mis demonios mañaneros para que vengan a molestar.

Camino desde Barranca del Muerto, donde estoy ahora asentado.  En la ida, me encuentro a Juan Carlos, exalumno de The Churchill School.  Viene de hacer el relevo de 9 de la noche a 9 de la mañana en La Condesa.  Tiene ojos de satisfacción, pero se nota que está molido físicamente.  Me despido, le doy un abrazo honesto, le manifiesto el orgullo que siento por él, y continúo.  El plan es llegar hasta Calzada de Tlalpan por todo Churubusco, pero luego me desvío hacia Eje 8 desde Universidad.  Tristemente confieso que me es muy complicado tomar una decisión.  De ahí mi zigzagueo sin razón.  Quiero volver al DIF en Zapata, pero mi plática desmesurada entre risas y llantos con mis diablas memorias no me permite concentrarme en el camino.  Edificios evacuados por las grietas sobre Popocatépetl me llaman a enfocarme un poco mejor, además de una voz por texto que me llama a la cordura, sinceramente esperando mi ansiedad llegue a pronta resolución.

Casi hora y media después, estoy por llegar.  Vengo caminando por la acera donde está el Campestre Churubusco, y me doy cuenta de que tendré que cambiar de banqueta más adelante, pues el paso está cerrado cerca del giro donde se unen el metro y el tren ligero.  Subo al último puente peatonal y una muchacha debajo de las escaleras me llama por lo bajo.  ¡Ey!  Creo que me asusta un poco, pero mi cuerpo ya no reacciona con brincos desde hace años.  ¡Vente, guapo!  Dice.  Volteo un segundo para saber a qué me enfrento, y ahora sé que seguramente está drogada.  Subo más rápido de lo que venía para sortear este obstáculo, con el corazón bastante bamboleante.  En fin, tendré que volver a cruzar la calzada más adelante, pienso.   Pronto, me doy cuenta que no se puede pasar porque está todo, incluyendo los puentes peatonales, acordonado con plásticos amarillos.  Hay además de este lado cerca de 50 policías de tránsito amontonados justo frente a donde está el edificio derrumbado.

Ahora no tengo idea de cómo hacer para cruzar la calle, pues para llegar a donde se encuentran los voluntarios y brigadistas, ataviados de cascos y casacas fluorescentes, hay que atravesar los carriles que corren de norte a sur.  Y éstos rugen con motores de cientos de vehículos que andan sin piedad y sin miramientos.  Aún así, de pronto, una serie de manos empuñándose a sí mismas en lo alto llaman al silencio y al envaramiento.  Conductores detienen sus carros, tráilers y motocicletas apagan los motores.  Silencio.  Todos comprenden que están ayudando a que alguno de los que están sobre los escombros pueda escuchar mejor las voces o los ruidos que vienen desde debajo.

Pocos segundos después, el que parece ser el jefe de los policías comienza a hacer ademán a los vehículos de seguir.  Motores se encienden, y los autos comienzan lentamente su marcha, aún tratando de respetar el silencio procurado con tanto cuidado.  Pronto, sin embargo, salen varias personas brincando sobre la barda de contención del tren ligero.  ¡No avancen aún!  Hacen gestos para hacer entender a todos que deben acallar sus máquinas inmediatamente.  Todos lo hacen.  Y es aquí que la confusión comienza, pues el representante de la autoridad sigue haciendo necio ademán de avanzada, y sus subordinados le hacen segunda.  Algunos conductores comienzan a acelerar, pero los ciudadanos en frustración plena se montan en la calle y se plantan frente a los automotores, haciendo señales de degüello con sus manos sobre sus cuellos.  ¡Apaga tu motor!  ¡Necesitamos escuchar!  No sé por qué me acordé de la Plaza de Tiananmen y el hombre que trató de detener a los tanques él solo.

Observo cómo tanto transeúntes como trabajadores aprovechan el paro para cruzar a ambos lados de la vialidad.  Unos para apoyar, y otros para ya terminar.  El cansancio en sus ojos es evidente.  Me percato así de que mi oportunidad para llegar al lugar está ocurriendo.  Avanzo, con mi ropa de civil, hasta llegar a donde hay que subir por un andamio improvisado, y ahora estoy sobre las vías del tren, cargando una olla con tamales calientes que unas manos anónimas han puesto a mi cuidado.

¿A dónde van los tamales?  Me pregunta alguien que parece poseer un cierto nivel de jurisdicción por sobre las cosas que en el lugar acontecen.  Acá a la derecha de los medicamentos, alguien más contesta por mí antes siquiera de que adopte yo mi cara de circunstancias.  Llevo la olla tamalera a donde corresponde.  Alguien me agradece y, sin querer, me doy cuenta de que ya estoy ayudando.  Estoy ahora formando parte de una cadena humana que traslada medicamentos a donde las carpas.  Cajas pequeñas y cajas grandes.  Casi no pesan, pues la medicina generalmente no se comporta así.  Por eso precisamente la línea de manos que ayudan:  No se gastará energía individual en caminatas largas transportando pesos ligeros.

Sigo ayudando, a pesar de que sé que estoy fuera de lugar:  Se han hecho varios llamados para que quienes no traemos puesto equipo de protección nos volvamos a cruzar la calle para hacer relevos dentro de unas horas.  No me importa, y sé que estoy mal.  Quiero estar aquí.  Después de todo, sólo estoy apoyando a cargar cosas.  De hecho, ahora estoy en una doble fila que sólo hace de valla humana.  Nada debe pasar por entre la valla, porque ahí vienen los víveres y más medicamentos.  Se requiere que éstos pasen lo más rápidamente posible porque van a llegar desde el otro lado de la calzada, y vamos a detener el tráfico por unos minutos.

Un llamado de silencio más, justo cuando llega el transporte que estamos esperando.  Los policías se van a poner como locos, ya lo siento venir.  Vienen bolsas, vienen cajas, vienen cuerdas de escalada e instrumentos de montañismo.  Todo se hace rapidísimo, pero los puños en lo alto reducen nuestra celeridad, porque hay que movernos sin hacer ruido.

Se escuchan ahora motores que se encienden.  Los policías nuevamente están dando el paso, y los automovilistas sólo siguen indicaciones.  Creen que al seguirlas están ayudando.  Pero nuevamente nuestras personas salen a detenerlos.  Puños en el aire.  ¡Por favor!  Desesperación.  La persona con más investidura de nuestro lado parece saber más que nosotros, y simplemente trata de detener a los voluntarios que se oponen al paso de los coches y camiones.  ¡Ya no se metan a la calle, por favor!  Unos hacen caso, y mantienen el puño en alto ahora trepados en el muro de contención.  Otros no.  Confusión.  Demasiada confusión.

Esto podría provocar un accidente, pienso, justo en el momento en que caminando desde más atrás, saliendo de un coche llega el jefe de Protección Civil de la Ciudad de México.  Nadie sabe quién es, y aunque su investidura no es tan obvia, su talante lo delata.  Se dirige explícitamente al jefe de la obra.  Nadie escuchamos, pero el aire de circunstancias se siente, aunque no se lea tan fácilmente en los rostros de ambos.  Cruce de palabras, en ambos sentidos con seguridad, firmeza y respeto.  Segundos tensos.  La reunión termina sin un entrelazamiento de manos, y el jefe de los rescatistas, dotado de nueva comprensión, llama a todo el mundo a juntarse en derredor suyo.  A partir de este momento, los llamados a silencio sólo pueden ocurrir de este lado de la calle.  No se va a detener el flujo de los vehículos por motivo alguno.  Los agentes de vialidad se van a encargar de que el tránsito se mantenga.  Tenemos permiso para trabajar de este lado de la calle, el tren seguirá sin pasar, y de nosotros depende encontrar lo que buscamos.  Debemos mover todo lo que tenemos sobre las vías hasta las carpas.

Me preparo para la nueva faena, pero la persona que está a cargo de coordinar el movimiento de materiales hace nuevamente el llamado, esta vez con su mirada directo sobre mí:  Si no tienes puesto equipo de protección no debes estar aquí.  Está bien.  Ya no tengo excusa para quedarme, pues me doy cuenta que ya nadie está ataviado como yo, de vil civil.  Busco un casco, una casaca, lo que sea, pero todo está ocupado.  Ni modo.  Déjame siquiera ayudar con esta última línea, le digo.  No, mi hermano, ya ayudaste un buen rato, te he estado viendo.  Además ya vienen materiales para los que necesitas traer puestos guantes cuando menos.  Vale.  Me salgo de la línea y me coloco en posición para  saltar la media barda nuevamente, mientras los demás me agradecen con aplausos.  Quiero llorar mientras los oficiales de tránsito detienen el tráfico para que yo y otros dos podamos regresar al flujo de la vida en la ciudad.

Conforme me dispongo a regresar, mi mente visualiza la ciudad desde las alturas y la compara con un organismo completo, un humano inconmensurable.  Sus órganos, sus venas y arterias, y sus capilares.  La ciudad está herida, pero el flujo debe continuar.  Se puede dedicar tiempo y esfuerzo a lo que tiempo y esfuerzo requiere, pero el cuerpo debe seguir funcionando.  El mensaje es muy claro:  La vida debe continuar, y aunque hay heridas que siguen sangrando y partes de nosotros que tomarán más tiempo que otras en sanar, la realidad es que no debemos permitir que la ansiedad y la falta de cuidado hacia todo el organismo nos dominen.  Y ahora que camino nuevamente de regreso por las calles de Coyoacán, sólo tengo en mi mente un pensamiento:  A veces siento que la ciudad me escucha, me comprende, y, aún en su dolor, se toma tiempo para hablarme sólo a mí.

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Querida tristeza

Bienvenida seas otra vez.  Sé que habías estado esperando tu oportunidad.  Y ahora al fin te has instalado tras llamadas perdidas y encontradas después del terremoto y entre nubes de huracanes.

La verdad es que te extrañaba.  No como se echa de menos al amante que se va, sino como a la remembranza de aquello en lo que me convierto cuando vienes.  Poderoso hábito sin sentido.  Querida tristeza, sin embargo, preferiría que no estuvieses, que no mostrases la confianza que arrogas.  Optaría por que escuchases cómo mis intestinos crujen y cómo tu presencia me detrimenta, para ver si así pudieses hacer acopio de dejos de compasión.

Imagen:  Aldo Monges

Me encantaría poderte confundir con furia, enojo sin razón y sin piedad.  Pero la realidad es que ya necesitábamos estar juntos, ya era hora de que me invadieras con tus ataques de ansiedad después de una ó dos horas de mal sueño.  Ya era hora de que me molestaras con tu sosa necesidad que envejece y que renace exuberante cada vez que abro los ojos en pánico, dándome cuenta de que se me había olvidado respirar.  Mi corazón se acerca cada vez más rápido a su último latido gracias a ti, tan potente y a la vez tan lacia.

Querida tristeza, me tendrás a tu merced por un tiempo.  Un glorioso tiempo de oscuridad en el fracaso.  Infame lapso sin fundamento durante el cual trataré de dar explicación a mis caídas y al derrumbamiento del mundo en el que vivía.  Intervalo en que esbozaré un poco de entendimiento hacia la vida misma que se me escapa.  Gracias a ti sé que soy humano, comprendo que estoy vivo, aquí y ahora, sin necesidad de más evidencia que mis palabras, mi silencio, y el torrente de mi sangre que se descompone cada vez que te acumulas hasta convertirte en ansiedad.

Querida tristeza, vieja amiga, sé bienvenida.  Entiende que te acepto porque eres bella en esencia.  Me recuerdas que las pérdidas son tales gracias a que alguna vez hubo sueños.  Invocas, necia, en mi mente momentos de naufragio emocional porque en algún momento mi corazón y el de alguien más hubieron de conjugar ritmos para formar acordes tan hermosos y espontáneos como universos enteros.  Me permites entender que eres pasajera y situacional.  Circunstancial.  Y en tu visita, por prolongada e incómoda que sea, me permitiré bendecirte, pues sé que cuando te sacuda de mi devenir ahora demudado y roto, por fin vendrá la paz.

 

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Una fábula

En algún momento, todos somos animalejos obsesivos, faltos de claridad…

el huge

Era una vez una simple hormiga que desesperadamente se había perdido en el limbo del amor por una hermosa polilla de la luz.  Dio la casualidad de que el horario casi vespertino de esta hormiga le permitía contemplar el anochecer mientras se dirigía al enorme agujero que se habían inventado entre todas, hasta que un día vio surgir a la pequeña polilla como disparada con dirección de cielo.  Qué sublime criatura, pensó.  Cásate conmigo, le dijo.  Pero la polilla estaba demasiado entregada en su labor de llegar a la luz, todo el tiempo insistiendo y tratando de dilucidar alguna estrategia para alcanzarla.

Esta historia no tiene fin.  Siempre es igual, y está hecha a manera de remedo de cualquier causa perdida.  Porque la hormiga se puede inventar alas para volar, pero seguramente no volará hacia la luz.  Porque aunque la polilla en un momento de distracción quizás gire su mirada…

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Almas perdidas

Mi hermano es sabio.  Muchas veces lo encuentro bastante odioso, pero la verdad es que cuenta con mi admiración en situaciones y experiencias de vida, sobre todo en la sabiduría que guarda, pero que generalmente no utiliza.  De ahí su existencia yerma y solitaria.

Ayer me platicaba sobre cómo los griegos se dieron a la tarea de escribir todo.  Desde los griegos, no hay nada nuevo.  Todo lo que se ha escrito, todo lo que se ha dicho puede ser identificado sin problema como un subproducto del pensamiento griego.  Excepto el amor.  Los griegos no filosofaron sobre el amor.  Pero para eso, la humanidad requería de atributos situacionales que sólo la experiencia de siglos podía proveer, ya que todo lo que experimentamos, de alguna manera, se pasa en memorias a través de generaciones.  El dolor del corazón, el amor pasional, el calor de los músculos de uno al ser partícipe de la mutua entrega.  La envidia y los celos provocados, en muchas ocasiones inconcientemente, por el ser amado.  La obsesión misma y hasta el estar poseído por sentimientos imposibles de controlar.  Siglos debieron transcurrir para que alguien pudiera escribir lo único que faltaba por ser escrito.  Finalmente William Shakespeare nos lo dio.  Dotó a la humanidad de un brutal entendimiento de la incomprensión misma.  Nos dio a todos el derecho de emprender amores sin restricciones, con arrebato y con delirio, con la entrega desesperada y eufórica que sólo pueden proveer quienes sufren espasmos y ataques de pánico ante la pérdida momentánea de esa única persona que nos enciende como llamaradas de dragón.

kissEs tan fácil -dice mi hermano mientras enciende su cigarrillo- para dos almas que se han encontrado entregarse de la manera más profunda.  Todo lo que se requiere es ambas voluntades.  Y no habrá fuerza en el universo que impida que ambos se encuentren, se amen y entrelacen sus destinos.  Montescos, Capuletos, quienes sean, como se encuentren distribuidos en el universo.  Si la voluntad de dos está ahí, nada importará la distancia, de poco valdrá el odio externo.  Nada impedirá que dos se amen, si ése es su deseo.  Si eso es lo que realmente quieren.  Dos almas sortearán todos los obstáculos para llegar a obtener la experiencia de ser, en unísono.

Tristemente, es aún más fácil que las uniones más intrínsecas se desvanezcan, se destruyan, y eventualmente se conviertan en náusea y en oscuro y doloroso olvido.  Porque para que eso ocurra se requiere que, de los dos, sólo una voluntad incurra en la indecisión.  Para que dos corazones terminen por morir uno para el otro, sólo se necesita que uno de ellos interponga excusas.  Que sólamente uno deje de comprometerse, o que sólamente uno condicione su amor, o decida dejar de amar.

Mi hermano es sabio, y me platica todo esto con gritos alegres, pues así es como él hace conversación.  Ignora que esto que comparte con la alegría de un reciente descubrimiento es demasiado doloroso para escuchar.  Miro mi reloj e invento que me tengo que ir.  Nos despedimos y camino llorando hacia el metro más cercano.

 

 

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Karla y sus ejercicios de respiración conciente

Y de repente, ahí estás.  En completa soledad.   Aún cuando haya gente todo el tiempo en derredor tuyo.  Aún cuando todos los que dicen conocerte te miran con rostros empáticos.  Todos tus demonios acabaron ganando batallas que siempre temiste, pero que nunca quisiste enfrentar.  Todos.  Al mismo tiempo.  Tus pulmones se hacen cada vez más pequeños, y mientras los minutos pasan, más conciente estás de que quizás los días que has vivido ya sean más que los días que te quedan por vivir.

walking

Karla, caminaba por las humedecidas banquetas del Circuito Interior desde el Mercado de Mixcoac hasta la Alberca Olímpica.  A veces aprovechaba sus recorridos para darse terapia a sí misma y escucharse.  Instalaba audífonos sin música y sin llamadas de nadie en sus oídos y hacía como si estuviera platicando con alguna amiga.  Hablaba y hablaba por cientos de metros, gesticulaba y conversaba.  En ocasiones, la gente que iba caminando delante de ella – porque en esta ciudad siempre hay gente adelante y atrás de uno al caminar – la volteaba a ver con cara de confusión.

La mayoría del tiempo hablaba con su ex novia, la ninfómana.  Claro que no lo era, pero ella misma declaraba serlo porque le encantaba el sexo.  Karla le reclamaba por haberse ido sin ella a Sudamérica en su maldita búsqueda por becas del gobierno  ¿Por qué la había dejado acá todavía estudiando apenas el sexto semestre de mercadotecnia?  ¿Por qué no podía esperar dos años más?  Todo era culpa de Ramón, su estúpido hermano, que la había obligado a trabajar por 2 años para ayudar en el negocio familiar que de todos modos se vino para abajo.  Ramón, quien la había hecho atrasarse dos años en sus estudios.  ¿Por qué?  ¿Para qué?

Cuando llegaba al punto en que había que reclamarle a su hermano, Karla rompía en llanto y no podía evitar excusarlo y echarse en falta a sí misma.  Había que ayudar, sobre todo después de que papá nos abandonara a mamá y a nosotros dos.  Había que estar ahí.  Demostrar que la familia unida siempre podía salir avante de cualquier situación.  ¡Pero fueron dos años, carajo!  Y ahora Patricia andaba a sus anchas en Santiago, trepando montañas los fines de semana.  Todo es mi culpa, se decía, por enamorarme, por haber aceptado que debía trabajar en vez de estudiar, por no tener los pantalones suficientes para expresar lo que realmente deseaba, por no haber sido una buena compañía para mamá durante sus días de duelo.  Y ahora, mamá tampoco estaba.  ¿Por qué, mamá?  ¿Dónde estás?  ¡No te encuentro!  ¡No entiendo para qué te moriste!

Karla dejaba de respirar durante los momentos en que su comprensión fallaba.  Tantas personas que extrañaba y que ya no estaban.  Tantos hábitos que había que olvidar, y que eran más fuertes que su propia voluntad.  Tanto sacrificio y tanta maldita e inevitable pérdida al final.  ¿De qué sirve estar aquí?  ¿Para qué demonios recordarte, Patricia, descarriada sexy de porquería, si no estás, si la vida sin ti aunque estés en ella parece no tener objetivos desde tu ausencia?  ¿De qué me sirven los recuerdos de tus locuras y tu sonrisa?  ¿Por qué no puedo simplemente borrarte de mi memoria y convencerme de que sólo fuiste un sueño?  ¿Un hermoso y fatídico anhelo?

Además, sentía que no tenía razones de peso para reclamarle a Patricia más que a sus padres, uno por esfumarse y la otra por fallecer en el limbo de su olvido.  Le daba una rabia terrible y la embargaba una ineludible culpa de saber que había sido una relación tan corta que la ninfómana seguramente la olvidaría en dos patadas.  No podía comprender por qué se la pasaba pensando en ella más que en sus problemas de verdad, por qué le recriminaba a ella más que a su hermano, por qué el mundo parecía perecer más rápidamente ahora que hacía meses que su familia había muerto.

Sus pulmones querían estallar, pero nunca lo lograban.  Más bien, siempre que llegaba a estos puntos de intersección con la desesperanza, cuando sus lágrimas estaban en su consistencia más viscosa y se convertían en lodazales hechos de mucosidades sobre su descompuesto rostro, todo su pecho parecía comprimirse.  Su respiración se tornaba tan pequeña, tan mohosa y tan insalubre.  Quería golpear a los transeúntes, quería asesinar animales indefensos, quería patear plantas y destrozar flores con sus manos desnudas.  ¿Por qué no se morían todos mejor?

Pero siempre se las ingeniaba para contenerse.  Era el momento en que se daba cuenta que el problema no era Patricia y su voluntario destierro, sino todo lo que había pasado antes de ella.  Todo lo que el tiempo perdido y las decisiones tomadas con anterioridad habían provocado.  Lo de Patricia era una promesa de vida nueva, ahora imposible.  Y era inevitable que los tiempos de las dos no coincidiesen, por muy hermosa y rotundamente perfecta que hubiese sido su relación de dos meses antes de la partida de ella.  Ahí, en ese punto de quiebre, era cuando Karla finalmente lograba encontrar un poco de calma.

La culpa es del universo y sus estúpidos tiempos, se consolaba a sí misma.

Siempre lograba seguir caminando hasta su destino, sin voltear a ver a nadie, con la capucha de su sudadera cubriendo su rostro.  Entraba al gimnasio, se despojaba de toda su ropa y se metía un rato a los vapores, hasta que sus alveolos quedaban humectados de moléculas calientes.  Después entraba a la alberca y daba furiosas brazadas sin pensar, siempre conciente del dolor en sus brazos.  Obligaba a su pecho a contener el aire por segundos mientras su nariz estaba debajo del agua.  A veces lo hacía por demasiado tiempo, pensando en si podría contenerse hasta morir.  Y nadie lo sabía…

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Cambiar es desaparecer

Soy el cambio.  Soy la médula espinal de lo que tanto anhelas y al mismo tiempo de lo que tanto temes.  Soy todas tus oportunidades por venir, y soy todas tus pérdidas.  Me miras de frente, pero nunca logras predecirme.  Soy fuego insoportable e inacabable.  Soy tu alma que sufre por culpa de tu corazón que no acaba de comprender.  Soy tus ojos que arden.  Soy tu cuerpo que grita y que termina por aceptar que sin mí no puedes continuar siendo.  Porque así como soy construcción, también soy desgaste, soy pedante intransigencia desbordada por el paso del tiempo.

Soy el cambio, y gracias a mí vas desapareciendo de a poco.  Voy destronándote, sin que te des cuenta, y del gozo de tu alma sólo quedan reminiscencias, débiles memorias sin conexión.  Soy el contraste entre lo que crees que pasó y lo que realmente ocurrió.  Soy un manojo infinito de interpretaciones y perspectivas.  Te doy momentos de entendimiento, para luego trastocar tus conclusiones.  Y es por esto que yo, que soy veleidad pura, te estoy forzando a desaparecer.  Para que dejes de ser tú, para que dejes de pensar tanto en ti.  Para que intentes cuando menos por momentos agendarme, y podamos coincidir, platicar, entendernos, y morir juntos sin problemas.

Soy tu cobardía.  Soy tus enseñanzas.  Soy tu embeleso.  Soy cada vez que intentaste ayudar a alguien a comprender, cada momento en que lograste conquistar al amor, cada sentimiento que te tornó en una criatura sin escrúpulos, ni vergüenza.  Soy ese momento lacerante que te convirtió en héroe a los ojos de quien más importaba.  Soy tú, pero mañana.  Soy tú, dos segundos después de que tu corazón ha sido roto.  Soy tú, pero sin los pedazos de tu alma que han muerto.

Soy el cambio, y gracias a mí, desapareces todo el tiempo.  Dejas de ser.  Dejas de entender.  Te comportas como si apenas hubieras nacido, y como si ya supieras cómo la vida funciona.  Soy tus derroches y tus encuentros.  Soy tus entornos y tus epifanías.  Soy tu vida socavada y convertida en infinito vacío.  Soledad insoportable.

Pero también soy quien te da libertad.  Soy quien inspira y provoca tus más bellos pensamientos, tus más extravagantes ideas.  Tus comportamientos más amables y tus compromisos más considerados.  Tus más valientes actitudes y tus mejores momentos de cariño y lealtad.  Tus conversaciones de amor hasta que el mundo desaparece cuando cierras los ojos.  Soy tus intentos más tenaces por aprender.  Soy tu cuerpo que, entre procesos intangibles, nunca deja de nacer.  Así que tienes razón en sentirte siempre así.  Soy tu corazón que sana, soy tu belleza que emana, y soy tu alma cuando resplandece.  Soy ese momento del primer beso, soy ese instante infinito de terminales nerviosas ajenas conectadas.  Soy tu vida.  Soy tu deseo.  Soy tú…

patos

 

 

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La sublimidad de nuestras intenciones

Todos morimos.  Viviremos antes vidas nuestras.  Sentiremos espacios vacíos tan imponentes y tan infranqueables.  Tomaremos turnos para llegar a lugares sobre escaleras eléctricas de color amarillo.

Mientras durmamos, a veces tendremos sueños que jamás recordaremos.  Veremos imágenes de cómo pensábamos en la felicidad que podríamos lograr.  Visitaremos la existencia nuestra que nunca ocurrirá.  Despertaremos sin la conciencia del compromiso de nuestros sueños desaparecidos.

Pero el corazón sabe.  El corazón recuerda.  Tiene grabadas, a manera de tatuajes logrados a punta de cincel, copias de nuestras más intrínsecas aspiraciones.  Nuestros desplantes ocultos.  Nuestros rencores sin sentido.

Y nuestra alma también sabe.  Pues muere de a poco con la infamia incipiente, pero al fin corrompida, de las visiones ignoradas de nuestro inalcanzable futuro.  Pues nuestros sueños no fueron concebidos para ser después guardados.  Nuestros planes no fueron intuidos para simplemente ser desatendidos.  La inspiración no nos viene de la nada, ni de la fugacidad de las ideas.  La vida no se nos da, así como tampoco seremos testigos de nuestra trascendencia.  Si es que ésta ha de ocurrir.

Todos morimos.

sublimidad

Sublimidad por Juan Diego Guzmán Tafur

 

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Tu mirada como sueños

Tú lo eres desde siempre, tú lo vives desde antes de llegar.  Tu mirada como sueños.  Proyecciones de tus ojos en el vacío de mi alma me hacen despertar y me vuelcan hacia ti.  Intrínsecas necesidades que no deberían estar allí.  Tan profundamente cercanas, pero tan inalcanzables.

Lamentos profundos unen y petrifican nuestras almas entre el violeta de las jacarandas y el verdor de la ciudad.  Tu mirada como sueños.  Procesos interminables que nos consumen y nuestra historia ennegrecen.  Informes rutinas sin sentido.   Inalterables candeleros que brillan a pesar del vendaval.

Tu mirada como sueños empotrados en mí.  Tu mirada como sonrisas de ángeles lujuriosos.  La sensación de tu penetrar en mí sin que siquiera me toques, la imagen que dejas en mi cabeza cada vez que volteas, cada vez que me hablas, cada vez que en la realidad abro los ojos y en la plenitud de mi tristeza reparo en el hecho de que no me estás mirando.

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Corazones expuestos

Me imaginé un mundo de corazones expuestos. Si pudiésemos ver los batientes núcleos de las personas conforme se van rompiendo, mientras sus fibras se van desgarrando, me pregunto las acciones que estaríamos dispuestos a llevar a cabo. Podríamos ver también hasta dónde llega la tolerancia de la gente. Qué segmentos van sufriendo y desesperadamente luchan por permanecer.

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Image by Pablo Rivera

¿Qué tan frecuentemente estarían las personas expuestas a nuestra contemplación de sus corazones destrozados? ¿Quiénes usarían este conocimiento para destruir personas, cuántos lo emplearían para ayudar? Habría personas que mostrarían su corazón como evidencia de pasadas experiencias. Habría quienes preferirían mostrarlo antes de comprometerse, para que el receptor de semejante adeudo tuviese conciencia de la progresión del deterioro de su alma grana. Para que supiera su resistencia, su fragilidad, su precariedad de condiciones.

 

Qué tristes nuestras vidas llenas de crueldad, crecidas en el sopor del desconocimiento. Qué ostensiblemente presuntuosos seres que creemos tener la sapiencia de cómo tratar al corazón ajeno si no hemos estado con él, si no hemos sentido sus latidos, si no hemos palpitado de terror con él, si tampoco siquiera entendemos cómo el nuestro ha llegado a ser lo que es. Qué denigrada vida que entre ácidos y cromosomas requiere de nuestro pesar y tormento para hacernos fuertes hasta la inconciencia y el estupor, hasta que dejemos de ser hermosos, con nuestros corazones invisibles…

 

 

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